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Un artículo publicado recientemente en ‘El País’ desprecia la agricultura ecológica. La acusación es grave e ignora las verdaderas ventajas de este sistema

Medio: El Confidencial

En un reciente artículo publicado en el suplemento BuenaVida de ‘El País’ se denuesta la agricultura ecológica, basándose en gran medida en otro artículo de ‘New Scientist’ publicado con el mismo titular. El artículo ha causado una significativa indignación en las redes sociales, ya que ‘New Scientist’ es una revista divulgativa que no está sometida a revisión por pares y, por tanto, no está reconocida como documentación con valor académico. Eso explica por qué los argumentos expuestos son fácilmente rebatibles.

En primer lugar, conviene resaltar que tanto la convencional como la ecológica certificada son dos tipos de agricultura que no representan la generalidad de los sistemas alimentarios del planeta. Un estudio del pasado 30 de noviembre demuestra que las pequeñas granjas familiares (la mayoría de ellas con sistemas de producción agroecológicos, donde la producción agrícola está integrada en el ecosistema que la aloja) producen el 70% de la comida del planeta, aun cuando solo ocupa el 30% de las tierras cultivables. Unos datos tan contundentes ponen en cuestión la supuesta eficiencia no ya de la agricultura convencional sino del monocultivo.

Los pequeños agricultores maximizan la producción agraria en su conjunto, con muchas variedades de productos bien combinadas para optimizar los ciclos de nutrientes, aunque los rendimientos por hectárea de un cultivo considerado de forma aislada sean más bajos que en las grandes explotaciones. Los datos, según como se miden, dan una falsa imagen de eficiencia. No resulta extraño que la FAO reconozca el valor de dichos procedimientos, por su capacidad de preservar la biodiversidad y su integración con los ecosistemas. El pastoreo es un buen ejemplo.

Ventajas de las prácticas agroecológicas

Pese a esos datos, actualmente existe en torno a la sostenibilidad de la producción agrícola un gran debate con relación a si conviene concentrar los impactos severos de la agricultura en pequeñas porciones de tierra, liberando así grandes espacios para una naturaleza presuntamente prístina (‘land sparing’ o preservar la tierra), o si es mejor una producción de bajo impacto que permita mantener la biodiversidad (‘land sharing’ o compartir la tierra). Aparte de las profundas implicaciones en torno a las estructuras de poder y la justicia social que oculta esa discusión, la cruda realidad de los datos muestra que la biodiversidad de los paisajes agrícolas tradicionales europeos no difiere significativamente de los paisajes abandonados, salvo en el caso de los territorios pastoreados que la incrementan (muy probablemente por sustituir la herbivoría perdida en el Pleistoceno). El efecto beneficioso de la agricultura ecológica sobre la biodiversidad, sobre todo en el suelo, está muy bien demostrado, aunque está relacionado más con el manejo y la intensidad de uso que con la normativa que la regula. Por lo tanto, las prácticas agroecológicas son determinantes.

No son las pequeñas explotaciones agroecológicas las que arrasan la selva de Indonesia con cultivos de aceite de palma o los bosques de Suramérica con plantaciones de soja para alimentar a la ganadería industrial. Esa es la verdadera clave del debate, como se reconoce en una buena cantidad de publicaciones científicas, así como en documentos de la ONU, pues es el modelo alimentario industrializado y globalizado el que está generando estos dramáticos cambios en los usos del suelo, a los que el IPCC asigna hasta un 14% de las emisiones globales de GEI. De hecho, uno de los artículos citados en el reciente artículo de ‘El País’ reconoce los beneficios de la agricultura ecológica en la biodiversidad y en la fertilidad de los suelos.

Las críticas en torno a las emisiones de efecto invernadero, las aplicaciones de fertilizantes y pesticidas y la huella hídrica están relacionadas entre sí. Un análisis a escala de sistema alimentario demuestra fácilmente que los organismos genéticamente modificados (OGM) requieren de más fertilizantes, dada su pobre adaptación intrínseca al medio local. En el caso de los pesticidas, estudios recientes en EE UU muestran como su uso está aumentando entre los productores de maíz y soja resistentes al glifosato, dada la proliferación de resistencias. En menor medida pero en la misma dirección, las variedades de semillas comercializadas a gran escala tendrán problemas similares pese a lo que defiendan sus multimillonarias comercializadoras.

Quienes trabajamos en el sector en países en desarrollo sabemos muy bien que el dinero de cooperación que busca incrementar la productividad está mucho mejor invertido en servicios de extensión agraria que ayuden a mantener las variedades locales y unas prácticas de cultivo adecuadas. Por otra parte, la agroecología conoce bien el valor de los depredadores naturales, los cultivos refugio y los cultivos trampa a la hora de reducir aplicaciones de pesticidas, estrategias que son replicadas por los sistemas de control integrado de plagas.

Por otro lado, las metodologías de medición de huella hídrica son ahora mismo agriamente debatidas, discutiéndose si debe incluirse el agua de lluvia que acaba evaporándose o evapotranspirada por la vegetación, o dejarse fuera por no competir con otros usos (cómputo este último que ciertamente favorece a las prácticas agroecológicas).

(iStock)
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Por lo general, los suelos de cultivos agroecológicos no solo tienen una mayor capacidad de retención de carbono, sino que las emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a estas prácticas son menores. Asimismo, las explotaciones ecológicas tienen un uso en general menor de combustibles fósiles. En resumen, se muestra un panorama definitivamente favorable a las pequeñas explotaciones agroecológicas en lo que respecta a emisiones de gases de efecto invernadero, lo cual es lógico si se tiene en cuenta que el cambio climático antropogénico se origina con la revolución industrial, mientras que la agricultura y ganadería tradicionales llevan 10.000 años existiendo.

Por último, la calidad en nutrientes y sabores de los productos agroecológicos no es un cuento que nos han contado nuestros abuelos sino algo comprobado científicamente y mencionado en la misma sección BuenaVida de ‘El País’. Por eso en Navidad buscamos jamón ibérico de bellota o un buen ternasco o ternera criados a pasto. La mayor seguridad alimentaria en alimentos producidos con menores cantidades de pesticidas o antibióticos es, por lo tanto, algo lógico y sensato.

El divulgador José Miguel Mulet se aprovecha de un escándalo sanitario originado por una mala trazabilidad para cargar contra la agricultura ecológica, cuando hay cientos de casos de inseguridad alimentaria en la agricultura convencional. Precisamente la elevada trazabilidad exigida a la agricultura ecológica hace que muchos de los que practican la agroecología desistan de certificar sus producciones, por la burocracia y la inversión que supone, y que los sellos ecológicos solo queden al alcance de los productores con más músculo financiero.

Pero de este debate sobre la dieta emerge otra de las claves en esta discusión. Y es que a pesar de que la producción ecológica es más sostenible, la sostenibilidad global del sistema alimentario no dará el necesario salto de escala sin la localización de las cadenas de distribución y una consiguiente reducción en el desperdicio de alimentos. Esto depende, especialmente, de un importante cambio en la dieta orientado a la reducción en la ingesta de productos animales y a una mejora de su origen. Para el caso español, el cambio de dieta se ha documentado como complemento necesario a la agricultura ecológica y, en general, al cambio en el modelo agrario.

En resumen, el sentido común coincide con los datos arrojados por las investigaciones sometidas al método científico. La agroecología nutre a la mayor parte de la humanidad, y lo hace de forma sostenible y justa, manteniendo población en áreas rurales que aportan todo tipo de servicios (culturales, ecosistémicos, integración del territorio), creando más empleo y empoderando a las mujeres. Todo ello pese a que dudosas iniciativas de mal documentada divulgación científica nos puedan hacer pensar lo contrario.

Pablo Manzano Baenaes doctor en Ecología y miembro de la Comisión para el Manejo de los Ecosistemas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Ha trabajado para la FAO. Es miembro del área de Agroecología de Ecologistas en Acción.