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Las lógicas y dinámicas sobre las que se sustenta el vigente modelo de producción, distribución y consumo de alimentos son socialmente injustas, además de profundamente insostenible. ¿Qué impactos socioambientales está provocando? ¿Cuáles son las relaciones entre lo que comemos y los problemas ambientales? ¿Por qué reafirmamos la inviabilidad del actual modelo?

La industrialización de la actividad agraria se desarrolla en los años 60, de la mano de la llamada Revolución Verde que formalmente aspiraba a erradicar el hambre en los páises del Sur Global. Esta dinámica suponía el incremento de las cosechas mediante la intensificación, la mecanización y la promoción de monocultivos de “variedades de alto rendimiento”. Esta transformación supuso la desarticulación de las comunidades campesinas (endeudamiento, éxodo rural, concentración económica, perdida de conocimientos e infravaloración de la agricultura…) y el comienzo de unos impactos ambientales crecientes (erosión, salinización y compactación de suelos, pérdida de biodiversidad, afecciones a la salud de los plaguicidas…).

Desde finales de los años 80 la progresiva liberalización y posterior financiarización del sistema alimentario ha implicado un predominio de la dimensión comercial de la alimentación sobre su función como satisfactor de necesidades, de forma cultural y ambientalmente adaptada. Este proceso liberalizador ha implicado la erosión de las economías y las culturas campesinas tradicionales, al imponerse modelos intensivos de producción de monocultivos orientados a los mercados internacionales más que a abastecer a las poblaciones locales. Unas orientaciones que en la práctica han supuesto acrecentar las dependencias y asimetrías de poder de los países del Sur Global, aumentando su vulnerabilidad ante efectos climáticos o fluctuaciones de los mercados, como ha evidenciado la escalada de precios en los alimentos durante 2010 debido a la especulación.

Este funcionamiento del mercado consigue paradojas como que el campesinado de los países del Sur que exporta comida acabe pasando hambre y viendo vulnerado sistemáticamente su derecho a la alimentación. A pesar de lo cual, buena parte de este campesinado que se sitúa al margen de las dinámicas económicas es capaz de cubrir la seguridad alimentaria de cerca de la mitad de la población del planeta. En los países del Norte Global, impulsores de estas dinámicas económicas, el proceso de liberalización ha supuesto un creciente proceso de concentración empresarial a lo largo de toda la cadena del sistema alimentario, pero de forma especialmente sensible en la distribución condicionando lo que se produce y consume a través de sus políticas de compras a proveedores y de precios de venta al consumidor.

En España esto se traduce en que sólo tres cadenas de distribución alimentaria, Carrefour, Mercadona y Eroski, deciden la mitad de de lo que comemos y los precios que pagamos por los alimentos. Las organizaciones agrarias y de consumidores de forma concertada llevan años realizando el IPOD Índice de Precios en Origen y Destino de los Alimentos (IPOD)como forma de denunciar el diferencial entre lo que se paga a los productores y lo que pagan los consumidores por los productos, evidenciando los tremendos márgenes de beneficio de estas empresas. En el último IPOD de enero de 2016 algunos productos como la lechuga multiplicaban un 1088% su precio, el brocoli un 711%, la mandarina un 593%… .

Estos injustificables márgenes de beneficio contrastan con los precios en origen que reciben los y las productoras, y que para multitud de productos agrarios apenas han subido en los últimos lustros. Todo ello a pesar del encarecimiento progresivo de los insumos (combustible, fertilizantes, productos fitosanitarios, etc.) de los que cada vez son más dependientes, siguiendo las lógicas de producción cada vez más intensivas que exigen unos mercados liberalizados y dirigidos por la competitividad (producir grandes volúmenes al menor coste posible). La situación es insostenible para miles de pequeñas y medianas explotaciones, aquellas con mayor capacidad de articular el medio rural, que en sectores como los lácteos o el cereal, la venta de su producción no cubre los gastos de producción, viéndose abocadas a desaparecer. Así, la pérdida de empleos agrarios y el abandono de fincas son una constante en la reciente historia europea. Si en el caso del Estado Español se han perdido más de millón y medio de empleos en el sector desde 1975, en la Unión Europea desapareció entre 2003 y 2009 un 20% de las explotaciones, y un 25% de los empleos agrarios. La industrialización y creciente capitalización de la agricultura y la alimentación parecen tener mucho que ver con el despoblamiento del medio rural.

Además de la concentración de poder corporativo o la destrucción del tejido social y económico campesino, encontramos otros impactos negativos del vigente modelo como pueden ser la incidencia sobre la biodiversidad. La erosión genética sería consecuencia de una agricultura y una ganadería que se van homogeneizando tanto en los manejos agronómicos, como en las variedades cultivadas, buscando la máxima rentabilidad económica en el corto plazo, lo que lleva a cultivar y criar solamente las variedades o especies más productivas bajo sistemas intensivos (en inversión, superficie, maquinaria, fertilización, agrotóxicos, etc.) de explotación. Una dinámica que provoca la pérdida de las variedades locales (adaptadas a situaciones climáticas y topográficas singulares), que habían sido producidas y reproducidas por el campesinado durante siglos de investigación. Y que además ignora como la producción a pequeña escala, diversificada e integrada en el medio local no solo ayuda a reducir considerablemente los consumos de energía, agua, fitosanitarios, etc.) y los impactos ecológicos y sociales asociados a éstos; sino que además puede resultar tan o más productiva que la “producción convencional”, cuando más allá de los balances monetarios o la productividad de un único producto, se consideran diferentes producciones complementarias así como otros servicios ecológicos obtenidos de indudable importancia económica (aunque no se trasladen monetariamente al mercado).

Una problemática a la que se añaden las arquitecturas legislativas derivadas de la Revolución Verde, que promueven los procesos de privatización de las semillas mediante el reconocimiento legal de las prácticas de las empresas de biotecnología. Las estrategias utilizadas pasan por patentar semillas de plantas con usos tradicionales de comunidades indígenas y campesinas (biopiratería) o fomentando el cultivo de semillas transgénicas, vinculadas a los fertilizantes y plaguicidas sintéticos y que son estériles, por lo que generan dependencia de las empresas suministradoras de estas tecnologías para el campesinado.

Los crecientes escándalos alimentarios inducidos por este modelo de producción industrializado (vacas locas y e-coli en Europa, leches contaminadas y sandias que explotan en China…) y sus impactos sobre la salud, la falta de sabor, la pérdida de valor nutritivo de muchos alimentos, el sobrepeso inducido por los hábitos y dietas hipercalóricas predominantes en los países del Norte Global y los impactos sociambientales que estas generan, han terminado por generar una desafección hacia el sistema agroalimentario en buena parte de la opinión pública.

Los negativos impactos socioambientales descritos serían motivos suficientes para reformularlo, pero lo relevante es que en la coyuntura actual la crisis energética y el cambio climático nos van a obligar a ello. Las altísimas dependencias del sistema alimentario global de los combustibles fósiles (elevada mecanización, abonos de síntesis, distancias de miles de kilómetros en su distribución, envases…) y el hecho de que sus aportes sean un 30% de los gases de efecto invernadero causantes del cambio climático , hacen inviable a medio plazo la continuidad del modelo vigente.

Y las ciudades se sitúan en el epicentro de todos estos debates al ser los territorios más vulnerables ante estos factores altamente desestabilizadores, al concentrar solamente en el 10% del territorio la generación de cerca del 70% de la huella ecológica. La elevada fragilidad y dependencia de los ecosistemas urbanos obliga a replantearse las formas de abastecimiento y sus bases productivas, haciendo imprescindible un ejercicio de anticipación que inserte estas cuestiones en la arquitectura, el planeamiento territorial, la economía o los estilos de vida urbanos.